16 nov 2011

Comienzos IV

Fue entonces cuando comenzó una etapa muy oscura para mí. Supongo que para todos. Iefel callaba y mantenía la cabeza metida entre las páginas de algún libro de estudio, ausente de todo... quizá incluso de aquellas palabras que no conseguía terminar de leer.
Mi padre, a pesar de tener que seguir con su vida normal y atender sus asuntos, también estaba ido, y de vez en cuando se paraba y me miraba, con una sonrisa en los labios que no llegaba a impregnar de felicidad en sus ojos. Yo le respondía el gesto con una mirada indiferente.
Desde lo ocurrido no volví a sonreir en una temporada larga. Veía en su pequeño lecho al nuevo miembro de la familia que había arrancado la vida a una de las personas más importantes para mí: mi madre. Lo llamaron Dorek, aunque yo no lo llamaba de ninguna manera. Casi no me percataba de su existencia.
Sin embargo, Iefel si se percató de ella, y lo aceptó como un miembro más de la familia. Incluso a veces dejaba de prestarme la atención, que no me prestaba demasiada ya de por sí, para juguetear un poco con él. Y al ver mi reacción y mi recelo ante aquella criatura que era también mi hermano, me lanzaba alguna que otra mirada de reproche, regañándome incluso por mi comportamiento. Pero no me importaba, y aún así él no insistía. Sabía que no eran buenos tiempos.

Tenía pesadillas, veía a mi madre morir de mil formas diferentes, y aunque algunas de las muertes no tenían que ver con un parto, escuchaba siempre al final de mi sueño el llanto de un bebé. Me despertaba sudorosa y llorando, y como nunca podía volver a dormirme, dibujaba mis pesadillas para desahogarme, recopilándolas en una caja sin saber demasiado bien por qué motivo.
Hasta que una noche, como descanso, soñé también con mi madre.
Estaba sonriéndome, pero me miraba con tristeza. Estábamos en un claro, donde la luz no era demasiado intensa o escasa, y ella llevaba el vestido que más me gustaba, blanco, largo y con encajes sencillos pero elegantes. No me acerqué, por miedo a que fuera otra pesadilla, pero desde donde estaba, me preguntó:

-¿Qué es la familia, Kyra?- Yo, sin saber a que venía esa pregunta, y al atraparme tan de repente, me quedé pensativa unos minutos.

-Son esas personas que te hacen sentir bien cuando estás triste, que te quieren y permiten que sea recíproco...-Contesté, seria.

-Sí... ellos son los padres y las madres, lo hermanos y hermanas, los tíos, tías, abuelos y abuelas, ¿verdad?-Porsiguió ella, manteniendo su sonrisa.

-Así es... pero mis abuelos murieron hace mucho, y... tú... tampoco estás ya.-Dije con un matiz de dolor que provocó una desagradable sensación en mi vientre.

-Kyra, yo siempre estaré contigo, al igual que siempre han estado tus abuelos con todos cuando se fueron. Pronto nos reuniremos de nuevo, pero mientras debes ser feliz con tu padre y tus hermanos.

-¿Con padre y con Iefel?

-Y con Dorek.-Añadió.-Cuida de tu hermano, mi vida. Te necesitará, al igual que Iefel y Hafrel.

-Pero... por su culpa...tú...-Comencé, herida, con lágrimas en los ojos.

-No, Kyra, no es culpa de él, ni de nadie. Es Destino quiso que aquel día abandonara mi cuerpo y naciera un bebé sano que continuaría el camino que nos ofrece.-En ese momento, su sonrisa se volvió realmente sincera.-Y ahora... te ofrece la oportunidad de acunar a Dorek, por mí...

Comprendí entonces el deseo de mi madre. Ella buscaba nuestra felicidad, y quería que Dorek creciera sabiendo que no era su culpa, a pesar de que yo se la estuve echando. Se despidió de mí, y yo corrí a abrazarla por última vez, aunque fuera en sueños.
Me desperté tranquila, con una leve sonrisa que hacía tiempo no nacía de mí.

-El Destino...-Murmuré mientras me levantaba despacio y me dirigía hacia la habitación de Dorek.

Dormía al lado de la matrona, que yacía en la cama sin inmutarse de mi presencia. Me asomé a la pequeña cuna que se encontraba al lado, y vi la pequeña carita de un bebé despierto, con los ojos grandes y violetas, moviendo sus manitas como si acabara de descubrirlas.
Con cuidado, lo cogí en brazos, y aunque nunca había cogido a un bebé, no sé por qué sabía perfectamente cómo tenía que tratarlo para no hacerle daño. El pequeño se dejó llevar tranquilo hacia mi habitación, lo dejé en la cama y cerré la puerta.

Me observaba curioso cuando lo miré desde arriba. Y con la punta de mi dedo, acaricié su mejilla. Eso le provocó una sonrisa limpia y sincera. Su piel era suave, y me quedé largo rato acariciándole, hasta que finalmente se quedó dormido.
Sentí el sueño caer de nuevo sobre mí, y me tumbé al lado de mi hermano pequeño, dejándolo en un lugar seguro de la cama por si se caía, y arropándolo para que no sintiera frío. Apoyé con suavidad mis labios sobre su piel aterciopelada, y derramé un beso al mismo tiempo que una lágrima.
Ahí me quedé, dormida junto a él, procurando no hacerle daño en ningún momento ni apretar demasiado su frágil cuerpo. Esa noche, fue mi primera noche sin pesadillas, y deseé que las siguientes tomaran ejemplo de ella.

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Lo que ella no sabe, es que esa misma mañana se escuchó un grito horrorizado de la matrona, al ver el lecho del pequeño sin rastro de él. Eso alarmó a todo el castillo, sobre todo a Hafrel y a Iefel. Buscaron por todas las habitaciones, mandaron a guardias hallar rastros de un posible secuestro y vigilaron todas las salidas por si aún esa persona no había salido del castillo.
Iefel estaba asustado, pero se dio cuenta de quien era la única persona que no estaba buscando, y, como guiado por algo o alguien, se dirigió hacia los aposentos de esa persona. Avisó a su padre de que creía saber donde estaba Dorek, que lo siguió inmediatamente.
Llegaron a la puerta de la elfa en concreto, y Hafrel miró a Iefel con un interrogante y un pequeño brillo de reproche, al pensar que le estaba tomando el pelo. Pero Iefel tan solo le hizo un gesto para que no hiciera ruido, y abrió la puerta con suavidad.

Dentro encontraron a la única persona del castillo que no se despertaría aunque hubiera un huracán. Dormía placidamente, abrazada con suavidad a un pequeño bulto inmóvil, completamente dormido quizá después de haberse despertado al escuchar tanto ruido, al contrario que su hermana, pero que había vuelto a caer en los brazos de su sueño.
Ambos, padre e hijo, se quedaron mirando la escena durante unos minutos, comprendiendo que no había motivo para interrumpir el momento que habían estado esperando.
Después, tan solo dejaron a los hermanos continuar su descanso, salieron de la estancia cerrando al puerta con cuidado, y tras eso, se miraron, dibujaron una leve sonrisa, y el más mayor de los dos se fue a arreglar el caos que había organizado él mismo.

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