La tormenta que había sido la batalla ya se escapaba del cielo. Dos guerras se habían librado en aquel lugar, algunos sin que fueran conscientes de la segunda. Más pequeña, más frágil, más intensa. No se derramaría tanta sangre pero pasara lo que pasara... había demasiado que perder. Nadie obtuvo una victoria total.
Ni el pobre diablo que invocaba a sus monstruos para que protegieran su cuerpo e hicieran algún daño mientras moría. Ni los hechiceros que volvían a perder a uno de los suyos. La familia que por poco quedaba rota luchaba por mantenerse unida y a la vez alejarse de aquel enemigo que por poco se declaraba imbatible. Y el extraño trofeo todavía descansaba en sus manos, con desconocidos propósitos pero como arma para actos terribles.
El tiflin todavía se sentía inseguro sobre sus pies mientras se apoyaba en su propia hija para mantenerse en pie, observando el cadáver de aquel hombre que casi lo ejecuta de la forma más vil.
Tiembla, al recordar que casi lo consigue con su hija, y no puede evitar sentir un escalofrío. Ninguno de los que en pie quedaban entendían lo que había ocurrido, pero imaginaban la magnitud de lo que podía haber sido. Y en sus cuerpos todavía quedaba el miedo por la intensa lucha, por el miedo a morir por cualquier espada. Porque mientras ellos luchaban por evitar una sola muerte, fingían otra que tanto daño había hecho a los mortales, y que evitaría tantas otras.
Demasiados eventos en lo que parecían horas y quedaban reducidos a unos míseros minutos. Ellos habían sufrido, y el mundo había temblado con ellos.
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