4 oct 2011

Comienzos III

Vaya, nunca pensé que el vientre de mi madre llegaría a estar así. De vez en cuando notaba algo moverse, ella decía que eran “pataditas”, y recuerdo la infinidad de veces que daba besos a mi futuro hermano. Me gustaba apoyar suave mi mejilla en el vientre y acariciarlo con la yema de mis dedos, pero lo que más feliz me hacía era ver la sonrisa de mi madre cuando pasábamos las tardes así.

Incluso llegué a hacerle preguntas que nunca me contestaba, como por ejemplo: “¿Cómo ha entrado ahí?” o “¿Te lo has comido?”. En la primera pregunta siempre pasaba algo que impedía que me contestara. Ahora entiendo que no eran simples casualidades, claro está. En la segunda se reía y me revolvía el pelo. Por lo que deduje que sí, se lo comió.

Iefel entonces era más mayor, yo tenía 54 años (11 humanos) y mi hermano 75 (15 humanos), por lo que se le comenzaban a notar el cambio en sus fracciones. “Un joven elfo, fuerte y sabio” lo definían. Aunque bueno, decían que lo de sabio era algo futuro, y que de momento iba por el buen camino. Yo… aún seguía más o menos igual, un poco más alta, aunque nunca lo he sido demasiado, el cabello un poco más por debajo de los hombros y bastante menos… rechoncha.

Recibí algunas burlas de niños y niñas que conocía, riéndose de mi “corpulencia”. Vaya, como ya mencioné, estaba redonda y oronda, para que engañarnos. Y sus burlas me provocaban de vez en cuando un llanto silencioso en secreto. Sin embargo, todo empezó a cambiar cuando comencé a entrenar con el maestro. Antes de coger al menos un simple palo para entrenar, se dedicó a ponerme en forma. Fue duro, sí, pero valió la pena. En ese entonces, volviendo al tema, ya estaba bastante más delgada. Al principio se preocuparon por mi salud, pues había adelgazado muy deprisa. Pero después entendieron que era así como estaba bien realmente.

A veces veía a mi padre asomarse a mi entrenamiento, aunque él creía que no lo veía. Pero nunca vi exactamente lo que su rostro reflejaba ante ello. Mi hermano se paseaba también por ahí, mientras iba de un lado para otro con una pila de libros en los brazos. Que aburrido. Pero el maestro, a pesar de ser severo, sabía el momento exacto de cuando había que parar.

Un día, mientras entrenaba, noté que los sirvientes estaban ajetreados. Al acabar mi entrenamiento quise saber lo que sucedía, así que seguí el jaleo. De una de las habitaciones, escuché gritos de mi madre que me encogieron el corazón y el alma. “¡Mamá!” grité antes de correr hacia la sala. Alguien me agarró del brazo antes de poder llegar, y a pesar de mis esfuerzos no pude zafarme. Estaba asustada, creía que era el fin. Pero mientras me agarraban vi en otro punto de los pasillos a Iefel, moviéndose de un lado para otro.

-¡Iefel! ¡Mamá está gritando! ¿Qué está pasando? ¿Dónde está padre? ¿Por qué nadie la ayuda? ¡Se va a morir, y nuestro hermanito también!- Mientras corría hacia él le solté preguntas por doquier, y al ver que no me hacía caso le golpeé varias veces en el brazo y el pecho.- ¡¡Iefel!!

-¡Calla Kyra, deja de golpearme!- Me gritó cuando sintió mi “ataque repentino”.-Madre está bien, está trayendo al mundo a nuestro hermano… también estaba así cuando te tuvo a ti.

Me callé de golpe. No entendía por qué gritaba, pero sabía al menos que no había alguien haciéndole daño. Sin embargo, a pesar de que me calmé, Iefel parecía nervioso, como si presintiera algo que yo no había captado.

Las horas pasaron largas, a pesar de estar lejos, los gritos de mi madre resonaban por todo el castillo. Iefel acabó por sentarse, y parecía murmurar algo cada vez que se escuchaba un grito más fuerte que los demás. Me pareció oír: “¿Por qué grita tanto?” Pero aún no sé si lo imaginé o no.

Hasta que en un momento determinado, los gritos cesaron de golpe. Unos minutos después, escuchamos el lloriqueo de una personita que acababa de llegar al mundo. Yo sonreí, al igual que Iefel, que mantenía aún un gesto preocupado.

Era un momento mágico, mi hermano acababa de llegar y podía saborear el momento. Sí, todo era hermoso. Hasta que escuché la voz de mi padre gritando el nombre de mi madre.

Iefel y yo nos miramos, y al mismo tiempo corrimos hacia donde provenían los gritos. Pero al llegar, sentí un frío que heló mis huesos. Como… si algo me atravesara. Y lo vi todo.

Mi padre, gritando y llorando al pie de la cama. Su grito era desgarrador, como cuando a alguien le arrancan el corazón de cuajo… un grito de dolor, pero ahogado. Había sangre, mucha. Y el cuerpo inerte de mi madre descansaba sobre donde antes había estado gritando por mi hermano. Parecía que la vida estaba transcurriendo de forma lenta, corrí a por mi madre, llorando y gimiendo de dolor. Iefel también comenzó a llorar, pero diferente. Se dejó caer al suelo, simplemente, y se agarró con fuerza las sienes.

Pronto nos sacaron de ahí a ambos, y esa vez no fue fácil controlarme. Gritaba a mi madre, suplicándole que despertara y abrazándome a ella para que no me separasen jamás de su lado. Pero no fue suficiente. La histeria me invadió, y no recuerdo el momento exacto de mi encuentro con la tranquilidad.

Todo ello provocó que ignorásemos al pequeño milagro de la vida, que se movía tranquilo en los brazos de la comadrona, con sus pequeñas manos y piernas, y sus ojos violetas como los de su madre. Nadie sabía que entonces sentí odio por aquella criatura que arrancó de cuajo la vida de mi madre. Pero eso no duraría mucho tiempo, tal vez hasta que comenzara a sentir las caricias de mi madre cada noche.

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