Mi hermano solo tenía diecisiete años,
y yo acababa de cumplir los doce.
Estábamos en el salón, él
estudiando. Hace poco entró en periodismo, y realmente le
entusiasmaba. Yo aún no había terminado el colegio, el año que
viene entraría en el instituto y me separaría de mis pocos amigos.
Aunque en realidad eso no me preocupaba en absoluto.
Contemplaba con añoranza el álbum de
fotos, hojeándolo una y otra vez. Estaba en orden desde antes de mi
nacimiento, con ilustraciones de mis padres con mi hermano, en su
primer cumpleaños, el parque, sus disfraces... ellos se ven con un
aspecto ochentero, propio de la época, y eso me hacía gracia.
Luego las fotos donde aparecía mi
madre embarazada de mí, y mi hermano cerca, siempre, acariciando su
vientre.
Mis fotos de bebé, mi primer diente,
mis primeros pasos, la tarta de chocolate de mi primer cumpleaños seguida de la siguiente foto, donde aparezco con las manos sobre el pastel y toda mi familia llena
de chocolate, pero siempre sonriente.
Fue una infancia memorable, llena del
amor que todo niño necesita.
Hasta que mis padres aceptaron el
trabajo, fuera de Moscú.
En esa ocasión yo tenía solo nueve y
mi hermano catorce. Apenas pasaban por casa, y mi hermano se enfadaba
porque no sabía muy bien como llevar adelante la situación. Pensaba
que era culpa mía, porque no sabía valerme por mí misma, así que
aprendí a hacer cosas para ayudarle en casa.
Al menos, las pocas veces que veíamos
a nuestros padres, eran agradables. Pero ellos eran diferentes, no
parecían felices y evitaban hablar del trabajo y de ellos mismos.
Más bien, apenas hablábamos, solo sonreíamos con tristeza de vez
en cuando. Parecía como... si estuvieran guardando un secreto que
les consumiera las ganas de vivir.
El día que se fueron para siempre
estábamos en esa posición, mi hermano estudiando y yo contemplando
el álbum de fotos, con el corazón encogido porque el día anterior,
mis padres deberían haber venido a vernos, como cada fin de semana.
Alguien llamó a la puerta y, como de
costumbre, fue mi hermano a ver quién era, porque nunca se fiaba de
quién podría llamar.
Escuché varias palabras sueltas pero
que marcaron un antes y un después en mi vida. “Servicios
sociales”, “accidente”, “fallecidos”, “menores”,
“orfanato”.
Fue la primera vez que vi a mi hermano
reaccionar de forma violenta. Él gritaba hacia esas personas que
estaban en la puerta y a las que no había dejado pasar, yo asimilaba
poco a poco las palabras de estas y empezaba a sollozar cada vez con
más fuerza.
Gritaba frases cortas: “Es mi
hermana”, “no la separaréis de mí”, “solo me queda una
semana”, “por favor”, “tiempo”, “es mi hermana”, “por
favor”.
Se refería a que en una semana
cumpliría años. Entonces él podría obtener mi tutela y podríamos
vivir juntos como hasta ahora.
No parecieron escuchar, un hombre
agarró a mi hermano porque este comenzó a sacudir los brazos con
violencia, y una mujer vino hacia mí con tranquilidad y me dijo que
tenía que ir con ellos, pero que posiblemente en poco tiempo
volvería a casa, y que no tuviera miedo.
Aunque en eso último no le hice caso,
agarré su mano y nos dirigimos hacia el exterior de la casa. Mi
hermano me miraba, herido, con el rostro descompuesto por las
lágrimas y el dolor. Y yo... me dejé llevar a sabiendas de que,
pronto, él vendría a por mí.
Esa fue la primera vez que fallé a mi
hermano.
Cuando regresamos a casa juntos, me
hizo prometer que jamás lo abandonaría.
Y por eso... por la promesa rota, sé
que nuevamente le he fallado, y al igual que pudimos recuperarnos de
la primera vez que ocurrió, ahora podemos hacerlo de nuevo.
Intentaré ayudarle, evitando para
empezar que lo encierren en un lugar donde no pueda ver la luz hasta
que crean que ya lo han atiborrado lo suficientemente de calmantes.
Estoy segura de que... con un poco de
paciencia y ayuda psicológica, pronto volverá a ser de nuevo el que
era antes, el mismo Kai que sonreía con inocencia en nuestro álbum de fotos.
A veces no podemos volver a recomponer los restos de un espejo roto, pero queda siempre la esperanza
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